La revolución pija del hierro 8, por Antonio Maestre


Vecinas del madrileño barrio de Salamanca participan en una protesta contra el Gobierno
Vecinas del madrileño barrio de Salamanca participan en una protesta contra el Gobierno | EFE

«Acostumbrados a abusar del trabajo de sus empleados y criadas no extraña demasiado que ahora se aprovechen del sacrificio de millones de españoles que han aguantado estoicamente en sus pequeños pisos mal ventilados de barrios obreros»…

Una pequeña multitud del Barrio de Salamanca con mascarillas de la cruz de Borgoña y banderas de España ha roto la cuarentena para pedir libertad al Gobierno. Han bajado desde sus viviendas de lujo, heredadas de abuelos con capítulos en Franquismo S.A y más metros cuadrados que algunos colegios de Aluche, para que el servicio pueda volver a sus casas a servirles el desayuno y plancharles la ropa. Personal doméstico al que pondrán en peligro por su aglomeración irresponsable, como si les importara, será por filipinas.

Es difícil caricaturizarlos más de lo que ellos mismos se retratan de manera decadente. La imagen de un manifestante sacando un palo de golf para dar golpes a una señal imitando al mítico cojo mantecas vale por cualquier retahíla de epítetos humillantes. Se bastan ellos mismos para mostrar su cara decadente de clase. Un perfil social unido al económico que enseña un individualismo soberbio relleno de impunidad al que les han acostumbrado en sus casas llenas de privilegios, favores y suficiencia. Burbujas de niños bien que solo reconocen el esfuerzo en el sudor de un partido de pádel o aspirando un tiro en los baños de un reservado.

Una escasa multitud de ricos y malcriados exige poder volver a explotar a sus trabajadores, que abran las tiendas de Louis Vuitton y ponerse el forfait en Baqueira Beret. Cientos de individuos que lo más cerca que han tenido la sala de espera de las urgencias de un hospital ha sido cuando la mucama les escribía desde allí para avisar de que tardaría en llegar a ponerles la cena después de deslomarse durante horas atendiendo sus caprichos de manos blandas. La clase ociosa exige poder volver a usar con libertad sus coches de 100.000 euros y viajar a sus residencias a pie de playa. La opresión bolivariana durante la pandemia les ha impedido degustar botellas de champán con micropartículas de oro y caviar beluga iraní en un reservado marbellí.

El personaje de Roman Logan en Succession, una serie que retrata las actitudes de una familia multimillonaria. En una escena donde habla de su padre, dueño del emporio mediático que regentan, define su comportamiento: «Hace lo que quiere, es como Arabia Saudí en persona». No es el comportamiento exclusivo de un personaje de ficción, es el demoledor retrato de un individuo prototípico de las clases extractivas.

Los pijos, los ricos, los rentistas, están acostumbrados a hacer lo que consideren cuando consideran sin que nadie perturbe sus caprichos. Su voluntad es lo único que les acostumbra a limitar, por eso no toleran comportarse de manera cívica en beneficio común. Por eso salen a la calle a protestar, lo quieren todo, lo quieren ahora, y lo quieren a su manera. Les da igual el sacrificio colectivo del personal sanitario de la Sanidad Pública porque ellos tienen garantizada una UCI con suite si la cosa se pone fea. Esperar es de pobres, y ellos no están habituados a hacerlo, jamás han hecho cola ni han tenido que aguantar pacientes una directriz ajena. Las aglomeraciones en los transportes son de pobres y ellos no las sufrirán. Trabajar es de pobres, y a ellos no les obligaron a ir cuando la pandemia estaba en su peor momento.

Dos imágenes de dos barrios de Madrid han sido protagonistas. Antagónicas en la necesidad y en el comportamiento. La disciplina paciente de cientos de familias de Aluche respetando la distancia social por recibir una bolsa de alimentos porque la pandemia les ha quitado todo, y la soberbia de clase de los ciudadanos de Núñez de Balboa que no han perdido nada exigiendo volver a su vida de excesos. Los que se manifiestan en el Barrio de Salamanca son solo gorrones del esfuerzo ajeno. Acostumbrados a abusar del trabajo de sus empleados y criadas no extraña demasiado que ahora se aprovechen del sacrificio de millones de españoles que han aguantado estoicamente en sus pequeños pisos mal ventilados de barrios obreros. Es su condición social: parasitar.

La Sexta