Este 14 d
e Abril ha demostrado que el republicanismo empieza a recuperar el pulso después del paréntesis producido por la palabrería “ciudadanista”, pero también se ha constatado que sigue habiendo profundas divergencias teóricas en torno al problema de la República y su conquista.
Así, por una parte, tenemos a quienes equiparan el problema político (que es central, pues todo problema social es un problema político, el de la clase que está en el poder, como bien señalaron ya los “clásicos” del marxismo), a cuestiones no irrelevantes, pero sí sectoriales y determinadas en todo caso por el sistema económico y la clase en el poder, como son el ecologismo, el feminismo, etc. Una concepción que nos lleva a la República como un área más de trabajo, y por tanto a convertir el problema político en moneda de cambio: lo hemos visto cuando ciertas plataformas incluían la cuestión del régimen (en el mejor de los casos) entre otras muchas demandas de la “tabla reivindicativa”, situándolas al mismo nivel, lo que significa, en la práctica, eludir el problema político de fondo.
Por otro lado, hay quienes plantean la necesidad de una República socialista, objetivo con el que estamos de acuerdo, pero no situándolo como una reivindicación inmediata. En este sentido es preciso que, como marxistas, utilicemos la dialéctica, recordando la idea leninista de que es el desarrollo histórico de la situación lo que plantea no sólo las tareas del proletariado, sino también la forma de resolverlas. Quienes contraponen, como argumento de esa posición, la República de 1931-33 y la de 1936, suponiéndolas obra de diferentes clases, “olvidan” que el proletariado sostuvo la República en ambos períodos, y que se planteó los nuevos problemas sólo a partir de su propia experiencia anterior a la victoria del Frente Popular, mientras que había rechazado de forma contundente los planteamientos bullejistas de oposición a la «República burguesa» en 1931.
Por otra parte, y de nuevo recordando a Lenin, la profundización de la democracia, encarnada en una República Popular, Democrática y Federativa debe servir para facilitar la organización y la lucha ideológica y política del proletariado, además de mostrar al desnudo cómo el origen de la explotación y la opresión se halla en el capitalismo: una constatación que pondrá sobre la mesa la necesidad de la revolución proletaria. En este sentido, debemos volver a Stalin y a su afirmación de que no hay una muralla china entre las tareas de la revolución democrática y de la revolución socialista; lo cual exige, claro está, una visión dialéctica del desarrollo histórico.
Así pues, los comunistas debemos rechazar tanto el abandono de los principios por espurias promesas electoreras, como plantear objetivos inmediatos que las masas no perciben, ni entienden, como tales necesidades. Esto último no significa, claro está, colocarse a la zaga de las masas, ni plantear respuestas fáciles o acomodaticias, sino todo lo contrario; pero desde luego nuestro lugar como comunistas no está en un horizonte inalcanzable para las masas, sino junto a ellas (los comunistas no somos más que el sésamo del proletariado, como dijera Lenin), para ayudarlas a plantearse los problemas en cada momento histórico y a luchar por su resolución, en la perspectiva de su emancipación como clase. Lo contrario sería convertirnos en una especie de telepredicadores.
En este punto, debemos reivindicar la coherencia leninista de la teoría de Gramsci sobre la hegemonía, pese a los intentos de arrastrar su nombre y su pensamiento por el fango y de despojarle de su innegable posición de clase, como ha hecho el podemismo. No está de más, pues, recordar la importancia del “sentido común” como ideología de las clases dominantes asumida por las clases subordinadas y que, como tal, impide percibir la verdadera naturaleza de las relaciones sociales. En consecuencia a la hora de señalar los objetivos políticos debemos tener en cuenta la situación subjetiva del proletariado y de las clases populares –que, en la época del imperialismo, deben ser ganadas por la clase obrera frente al expolio generalizado que lleva a cabo el capital–, especialmente en unos momentos en que un ciclo de intensa movilización se ha visto culminado con una rápida retirada en pos de ilusorias metas electoralistas.
Este “olvido” de la dialéctica es, curiosamente, compartido por la primera de las tendencias aludidas. Desde tales posiciones, se suele caricaturizar la importancia de la teoría, ya sea escudándose en que «no interesa a la gente», ya en el «fracaso de todos los modelos basados en el marxismo», como suele hacer la burguesía, o acudiendo a ambos pretextos a la vez. De esta manera, y haciendo uso del más grosero empirismo y tacticismo, se entiende que la teoría debe venir dada a partir de la experiencia.
Tales aseveraciones soslayan la importancia de la posición que individuos y clases ocupan en el proceso productivo como condicionante de su acción política y de su cosmovisión; es decir, que se elude la relación dialéctica entre base económica y superestructura, tal y como hace el “ciudadanismo” de Podemos y compañía cuando reduce el problema de la hegemonía a una simple cuestión lingüística, consistente en extender unos determinados significados. Una posición cuyo resultado salta a la vista, cuando PP y PSOE hablan ya tranquilamente de «centralidad», «transversalidad» y demás engendros.
Así pues, la negación de la teoría lleva a someterse al “sentido común” de «la gente» y, por tanto, a la dispersión en múltiples reivindicaciones sectoriales, como las que caracterizaron las movilizaciones habidas hasta el largo ciclo electoral (y electoralista). Es una posición que, lógicamente, no puede ir más allá de lo que se considera como “natural” y “posible” desde ese “sentido común”: el reformismo. Es evidente el peligro de semejante oportunismo, que sacrifica no sólo los objetivos políticos centrales, sino incluso la organización que debe defender cualesquiera conquistas. Recuérdese que, según Hobsbawm, incluso para conseguir reformas es necesario actuar por objetivos revolucionarios.
El papel de los comunistas es, por el contrario, asegurar la hegemonía de la clase obrera en la unidad popular –que, según consideramos, debe dar cuerpo a la lucha por la República–; y, en consecuencia, trazar la táctica y la estrategia a seguir. En este sentido, debemos recordar el ejemplo de Túnez y el exitoso proceso de construcción del Frente Popular por nuestro partido hermano, el Partido de los Trabajadores, que demuestra que los “viejos modelos” y la teoría siguen siendo útiles; al menos, para los marxista-leninistas.
De acuerdo con todo ello, y partiendo del análisis histórico que figura en nuestra Línea Política para situar la monarquía como forma política de la dominación de la oligarquía, debemos defender la propuesta de República Popular, Democrática y Federativa como la más adecuada, aquí y ahora, para hacer avanzar al proletariado y sectores populares en la perspectiva del Socialismo, además de como línea divisoria de una política de clase, al ser un objetivo inasumible para el régimen y sus bases sociales.
Reafirmamos, pues, el compromiso del PCE (m-l) de luchar junto a la clase obrera y sobre sus problemas, pero con planteamientos basados en una teoría, sin renunciar a los objetivos estratégicos ni a la organización de los revolucionarios, y para hacer avanzar a nuestra clase para hacer posible una nueva hegemonía.
¡VIVA LA REPÚBLICA!
PCE(m-l) Elx
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