Suena ruido de sables nuevamente en la calle. Esta vez, en forma de estruendosos gritos y músicas que aún hoy, a pesar del paso de los años, nos ponen los pelos de punta. En estos momentos de pandemia, en los que tan importante es mostrar cordura y aunar esfuerzos para superar esta terrible situación, resuenan ruidos de sables en forma de golpeteo de cacerolas, deslealtades y egoísmos tras los que se esconde una profunda insolidaridad y una patente irresponsabilidad. Las calles y plazas de este país vuelven a ser testigos mudos de la catadura de un grupo de personas a las que, al parecer, les cuesta tanto salir de lo casposo, lo añejo, soltar el lastre de un tiempo en el que fueron virreyes, incapaces de entender que hoy son otros los tiempos, que el tiempo del silencio fue sustituido por el tiempo de la solidaridad. Todo comenzó, no casualmente, en el barrio más rico de Madrid, Salamanca. Poco a poco fueron extendiéndose y contagiándose. Un contagio tan peligroso como el propio virus que nos tiene tan atemorizados. Porque es el contagio de la irresponsabilidad, de la falta de sentido de ciudadanía, el reflejo de que en España unos cuantos quieren que siga siendo diferente.
Son pocos, desde luego, pero muy ruidosos y, sobre todo, muy violentos. Profieren gritos de libertad los herederos de los que hicieron una guerra para terminar con ella. Una se pregunta inquieta a qué libertad se refieren. No a la que cantó Labordeta, no a la reclamada por Quevedo. Gritan libertad los que venden la sanidad pública y la enseñanza viendo en ambas una forma segura y sostenida de enriquecimiento. Gritan libertad los que, con su voto, aprobaron una Ley Mordaza para limitar hasta la extenuación la libertad de los demás.
Se pasean envueltos en la bandera de España, que cuelgan con crespón negro de sus ventanas y balcones y que hicieron suya porque fue enarbolada por sus abuelos en sustitución de la que fue elegida por el pueblo. Ignorantes del origen histórico de una bandera que hoy representa a una Nación e ignorantes de una Constitución que también es la suya y que también parecen desconocer a pesar del ímpetu con el que se niegan a modificar una coma.
Tampoco entonces respetaron ni reconocieron la decisión de las urnas, igual que hoy, convencidos de que lo único que vale es su propio deseo, no la voz libre y democráticamente expresado por la ciudadanía. Son pocos, pero añoran un tiempo que para ellos fue mejor porque les permitió moverse libremente y, sobre todo, les permitió seguir enriqueciéndose a costa de un pueblo secuestrado. Tal vez ese grito con el que hoy salen a la calle, ocupando aceras y saltándose las necesarias medidas para garantizar la seguridad de todos, no sea sino la expresión de un miedo al control democrático de sus actividades económicas. Con paso recio, impasible el ademán, quieren seguir gritando que ellas son las élites económicas y financieras de este país.
Mientras, hacen resonar con estruendo los acordes de las letras que sembraron la muerte y secuestraron la libertad de todo un país. Hace muchos años, sí, pero con ello dejan bien patente que su tiempo, el tiempo del que también se adueñaron, no ha pasado para ellos. Son pocos, pero con una capacidad de odio de muy altos decibelios. Tras esos gritos y ese estruendo de chocar de cacerolas que apenas les son familiares quieren gritarnos que no, que este gobierno democráticamente elegido, que está afrontando una de las crisis más graves conocidas nunca e iniciada tan a los pocos días de comenzar su mandato que apenas tuvo tiempo de hacer mucho más, este gobierno de consenso salido de las urnas no es válido. ¿Para quién no lo es? ¿A quién no representa?
Porque lo que realmente reclaman no es libertad. Lo que desprecian es, una vez más, la legitimidad de un gobierno al que pretenden derrocar no por la fuerza de la razón y la voz de las urnas sino por la de los sables en forma de cacerolas, bastante menos glamourosas pero con igual intención. Toman la calle porque creen que la calle también les pertenece. Y, en momentos cruciales como los que estamos viviendo, en los que deberíamos ir todos a una, ellos van a lo suyo.
Y mientras esa añoranza de un tiempo en el que podían imponer su voluntad recorre las calles de las ciudades españolas, guardando la distancia requerida, pacíficas filas cada vez más largas de una ciudadanía que está acusando con dolor las consecuencias de esta crisis que ni afecta a todos por igual ni de la que saldrán todos de la misma manera, esperan recibir un plato de comida. Mientras esas élites gritonas y amenazantes ocupan en masa algunas calles, la ciudadanía sigue mostrando su madurez, su capacidad de asumir responsabilidades, su sentido solidario.
Con sus desaforados gritos anuncian que ellos no van a colaborar pacíficamente en la reconstrucción de un país herido, están gritando que no están dispuestos a que ninguno de sus privilegios sea tocado. Que la crisis económica que se nos viene encima tras superar la sanitaria no les va a afectar porque no tienen intención de colaborar. Que ellos lo que quieren es libertad para seguir igual, para seguir oponiéndose al bien común, al todos a una. Y, para dejarlo aún más claro, atacan, amenazan, desobedecen, provocan. Intentan desesperadamente infundir miedo, conscientes del poder del miedo. Y olvidan que frente al miedo de ellos está la voluntad de construir un mundo más justo y solidario, más fraternal, democrático, pacífico y sostenible del pueblo. La voluntad nacida de la necesidad.
*Luz Modroño es psicologa, escritora y activista social que colabora con organizaciones solidrias en los campos de refugiados