Monarquía o República, un debate secuestrado, por Luz Modroño


A pocos días de la celebración del décimo aniversario de la subida al trono del actual rey español, las calles de Madrid fueron el domingo pasado testigo del anhelo de miles de personas clamando el advenimiento de la tercera República. De todos los rincones del país llegaron personas llenas de esperanza reclamando su derecho a opinar, a decidir el modelo de país bajo el que quiere vivir. Porque, en definitiva, estamos hablando de derechos: del derecho a opinar, a decidir.

A punto de superar el primer cuarto del siglo XXI, es una anomalía democrática el que aún siga manteniéndose una forma de Estado que fue impuesta hace medio siglo bajo unas condiciones inspiradas en el temor a la incapacidad de entendimiento entre la ciudadanía y la repetición de una historia que parecía quedar atrás y que durante casi medio siglo se revistió de terror y sangre.

En aquel 1978 se aprobaba una Constitución que blindaba una forma de Estado -entre otras concesiones que seguimos padeciendo sin que el paso del tiempo haya servido para su revisión y modernidad, como son la aconfesionalidad del Estado o las relaciones entre las Comunidades Autónomas- nunca refrendada.

Un clamor que subyace en el fondo del auténtico problema: el derecho al debate, negado a la ciudadanía, sobre la forma de gobierno que desea. Una democracia madura, una ciudadanía responsable y participativa tiene derecho a elegir bajo qué prisma desea que su país sea gobernado.

Sustraer al pueblo la capacidad de decidir en este asunto es negarle la mayoría de edad democrática. La Monarquía será legal, pero carece de legitimidad en tanto en cuanto no sea refrendada por el pueblo, único y real soberano.

Más allá de argumentos trampa como el miedo, la crispación actual, el que no es el momento y otros de cualquier índole más o menos sofisticada, cuya falacia ha quedado de manifiesto en las diferentes encuestas del CIS en torno a ello, la única verdad es que tras la muerte del dictador nada se ha movido en esta senda.

No podemos olvidar que la monarquía fue impuesta por el vencedor de una guerra despiadada y que, tras su muerte, dicha forma de estado quedó blindada en una Constitución que pervive después de casi cincuenta años. La Constitución española no prevé mecanismo alguno para que la ciudadanía pueda tener la iniciativa en la convocatoria del necesario referéndum. El artículo 168 de la Carta Magna recoge que solo el Estado, a través del Gobierno y previa aprobación por el Senado de una reforma constitucional, tiene potestad para ello. Y sería necesario que dos tercios de ambas Cámaras estuvieran de acuerdo. Algo que, a día de hoy, parece harto improbable. Así pues, es la propia Constitución española, nacida de una transición en la que se realizaron grandes y graves concesiones, la que protege como una coraza fuerte y segura a la monarquía.

Fue aquella otra de las concesiones realizada bajo las condiciones especiales del momento histórico. Sin embargo, el medio siglo transcurrido obliga a revisar muchos de los artículos fundamentales que entonces se aprobaron. La Carta Magna determinó un Estado sustentado en tres patas: la pluralidad democrática, la Unidad del Estado y la Monarquía cómo detentadora de la Jefatura del Estado. Monarquía constitucional, sí, pero hereditaria. De las tres patas, solo una continúa hoy mostrando fortaleza: la pluralidad democrática. Las otras dos son origen de conflicto y división, y lo seguirán siendo en tanto no se afronte su legitimidad mediante las urnas.

Cabe argumentar la constitucionalidad de la monarquía, y hasta ahí podíamos llegar, que un rey de un país democrático y libre no se sometiera a la Constitución. Por ello, el que estemos ante una monarquía constitucional es el chocolate del loro pues lo que realmente está sobre la mesa es el debate monarquía-república y su posterior legitimación en las urnas. Reconozcamos que la monarquía constitucional española, por mucho que la palabra Constitución quiera adornarla, es una institución no democrática en origen al no haber sido refrendada -no olvidemos que, en democracia, la única forma de legitimar una institución es a partir de las urnas- y que la plena democratización de las instituciones exige que estas emanen de la soberanía popular y respondan ante ella.

A quienes se empeñan en considerar este fundamental debate fuera de lugar habría que preguntarles si saben que en la base se encuentran temas como el mantenimiento de privilegios medievales, la herencia directa de la jefatura del Estado como derecho de cuna, la recepción de una considerable parte de los presupuestos estatales destinada a su mantenimiento, no por méritos y por elección democrática y consensuada sino por nacimiento y apellido, etc.

Felipe VI no es rey por decisión popular sino por herencia de un padre impuesto y coronado por un dictador que arrebató la voluntad al pueblo tras una larga y cruenta guerra. De un padre que, como digno heredero del apellido que lleva, defraudó varios millones de euros a Hacienda, indiferente a los problemas que afectan a una parte importante de la sociedad y que tienen que ver con el avance de la pobreza o el deterioro de los servicios públicos, un rey que se ha burlado del pueblo amparado en su inviolabilidad.

No basta con exigir transparencia y control de cuentas con su consiguiente rendición ni con eliminar su inviolabilidad ante conductas ilícitas personales. Es necesario e imprescindible celebrar ese referéndum que dé legitimidad a la forma de estado y salga de su plena voluntad. Y tras él, y con los resultados en la mano, aceptar seguir bajo la forma actual o ver cómo Felipe pierde su número y hace las maletas. No va a ser fácil. Y no lo será a pesar del apoyo mayoritario que las encuestas predicen: el último sondeo realizado del CIS se realizó en 2015, los datos evidenciaron una mayoría a favor de la república. No se ha vuelto a repetir sondeo alguno. Pero mientras no se haga, la democracia española no será completa.

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